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Los primeros habitantes de los valles

Domingo de Isasi Isasmendi

Iglesia parroquial de San Pedro Nolasco de Molinos

Nicolás Severo Isasmendi

Indalecio Gómez en la finca de Molinos

De fines del siglo pasado a la actualidad

Su Nombre


Este lugar debe su nombre a los molinos harineros instalados en el Siglo XVIII: uno al lado de la sala (como se llama en el Noroeste a la casa principal de una finca) y el otro, a orillas del río Calchaquí. Por ese entonces, la finca encomiendas de indios y tierras aledañas pertenecía al ilustre vascongado Domingo de Isasi Isasmendi, llegado al país desde su Guipuzcoa natal a principios del Siglo XVIII. La había heredado de su primera mujer, doña Magdalena Diez Gómez, a quien se la adjudicara en 1659 el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta. La encomienda se llamaba entonces "de Calchaquí de Indios Pulares y Tonocotés". Diez Gómez, natural de Córdoba del Tucumán, puso a la capilla el nombre de San Pedro Nolasco.



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El lugar, sin embargo, estaba habitado desde hacia miles de años, como todos los valles fértiles ubicados junto a los ríos, por parcialidades indígenas cuyos nombres conserva los pueblos y ríos de la región: Payogasta, Cachi, Seclantás, Colomé, Tacuil, Luracatao, Amaicha, Gualfin, etcétera, etcétera

En el llamado Período Tardío (aproximadamente 850-1480 después de Cristo), vivían en estos valles los llamados diaguitas, pertenecientes a la cultura Santa María: cultivaban la tierra utilizando sistemas de riego, tenían alfarería -la mejor muestra son las famosas urnas funerarias pintadas con motivos geométricos, zoomorfos y antropomorfos-, habitaban en casas de piedra agrupadas en aldeas, trabajaban los metales y tejían la lana de sus guanacos y vicuñas. A la llegada de los españoles (expedición de Diego de Almagro en camino para Chile en 1535) eran tributarios del imperio Incaico y habían recibido su influencia cultural y lingüística, sin dejar por eso su idioma y sus costumbres.

Se supone que en Molinos -o muy cerca, en el sitio arqueológico de La Paya- estaba el pueblo indígena de Chicoana. Fue allí donde, en 1543, la expedición exploradora dirigida por Diego de Rojas decidió internarse hacia la región del Tucumán, en lugar de seguir para Chile, al ver "unas gallinas de Castilla" que según los nativos, venían desde el Este. Los valles eran la ruta obligada de todas las expediciones, pues por allí pasaba uno de los llamados "Camino del Inca", que venía a través de la puna jujeña por el lado de Casabindo.

En 1551 la expedición de Nuñez del Prado intenta la primera fundación en los valles: la segunda ciudad del barco en lo que sería la actual San Carlos. Pero la poca disposición de los aborígenes a ser dominados, hizo que decidiera levantar la incipiente ciudad y trasladarse a tierras de Juríes, fundando en ese lugar, en 1553 el barco III que luego se llamó Santiago del Estero. Ya por entonces, todo el valle se conocía como de Calchaquí "por un importante y bravo cacique" -o con más propiedad, curaca, ya que cacique es palabra caribe- que había confederado todas las tribus para impedir el dominio español. Sin embargo, en 1558 realizó un pacto de no agresión con Juan Pérez de Zurita que venía desde Chile. El curaca le permitía fundar en los valles siempre que no molestaran a los aborígenes. En señal de buena voluntad, se bautizó tomando el nombre de Juan, que era el de su padrino Pérez de Zurita.

Surgió así Córdoba del Calchaquí (en la actual San Carlos) también de vida efímera, pues ante la falta de cumplimiento del pacto por parte de un capitán español que aprisionó a Pérez de Zurita, los indígenas declararon la guerra y Córdoba del Calchaquí fue arrasada. Pero algo quedó de ese primer asentamiento: las vacas, caballos, cerdos y ovejas que habían traído los españoles así como todo lo que había sembrado en sus valles: trigo, algodón, cebada y frutales, que los calchaquíes siguieron cultivando. Como ocurría en todos estos asentamientos, también se debe haber iniciado entonces la mezcla de razas.

Años más tardes, los jesuitas volverían a iniciar un acercamiento pacífico siendo muy bien recibidos por las diversas parcialidades de calchaquíes. Fue entonces cuando se levantaron las primeras, rústicas iglesias. Cuenta el padre Darío en una carta de 1611, el cariño con que los recibieron los Pulares -que vivían en la actual Molinos y sus alrededores-, adornando con ramas el camino por donde ellos debían pasar y poniendo flores en las cruces de las primitivas capillas levantadas por ellos en los valles. En esa ocasión bautizaron y casaron a muchos, entre ellos al bravo y ya viejo curaca, Juan Calchaquí. Lamentablemente este acercamiento se vio varias veces frustrado por la codicia de los españoles que querían repartir a los indios en encomiendas para hacerlos trabajar en sus fincas y el rechazo constante de éstos a todo lo que atentase contra su libertad y su manera de vivir.

Otro gran levantamiento calchaquí, sofocado en 1633 por el gobernador Felipe de Albornoz tuvo su centro en el fuerte de Elencot, situado entre las ásperas sierras donde vivían los indios luracataos, cuyo curaca principal era don Felipe Colca. Recién a mediados del Siglo XVII, después del tercer levantamiento calchaquí provocado por el falso Inca Bohorquez (un andaluz que se hizo pasar por el último inca), los calchaquíes fueron vencidos y diezmados, muchos de ellos como los bravos quilmes que, trasladados a Buenos Aires, dieron origen a la actual ciudad que lleva su nombre.


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Pero volvamos a Molinos, cuyo primitivo nombre era Calchaquí. Los primeros documentos escritos provienen en 1659, cuando Tomás de Escobar, encomendero de los pueblos de Chicoana y Atapsi, levanta en su hacienda de Calchaquí un pequeño oratorio. Ese mismo año, como vimos, Mercado y Villacorta hace merced de encomienda de Pulares y Tonocotés al mariscal de Campo Diez Gómez, casado con una hija de Escobar y le autoriza llevar allí indios de sus encomiendas de Santiago del Estero para poblar aquellas regiones diezmadas por las guerras. Una vez casada su hija Magdalena en 1726 con Don Domingo de Isasi Isasmendi, el matrimonio va a vivir en la hacienda que toma entonces su nombre definitivo de "San Pedro Nolasco de Molinos".

Tres años después, don Domingo es nombrado teniente de gobernador de la ciudad de Salta, cargo que mantiene durante treinta años desde 1729 hasta 1759 junto con los de justicia mayor y capitán de guerra de la Ciudad de Salta. Durante este período debe actuar varias veces en expediciones contra los indios del Chaco que amenazaban la ciudad. Mientras tanto la hacienda de Molinos, trabajada con inteligencia y dedicación, empezaba a dar sus frutos: trigo, maíz, vino y aguardiente que no sólo sirvieron para alimentar a la población de los valles, sino a la de Salta en esos tiempos de guerra y escasez. Los méritos militares y administrativos de Don Domingo de Isasi Isasmendi impulsaron al gobernador Anglés a concederle, en 1737, la encomienda heredada de su esposa por "dos vidas" (es decir para él y para su futuro hijo). En 1738 se realizó la pintoresca ceremonia de toma de posesión de la encomienda durante la cual don Vicente Guaimasi, curaca principal del pueblo de Pulares y Tonocotés y los indios Alejo y Miguel, delante del Alcalde de Salta don José de Iramaín, se acercaron a Don Domingo "y reconociéndole por su amo, le quitaran la capa, se la doblaron, desdoblaron y volvieron a poner; le quitaron y pusieron la espada y una espuela, en señal de sujeción": Por entonces el feudo de Isasmendi, uno de los más extensos de la provincia del Tucumán (formada por las ciudades de Santiago del Estero, Córdoba, Catamarca, La Rioja, San Miguel, Salta y Jujuy) comprendía las fincas de Molinos, Amaicha, Luracatao, Colomé, Tacuil, Banda Grande, Churcal, Hualfin y Compuel (en el actual departamento de Molinos) y las de Pucará, Angostura y Jasimaná del departamento de San Carlos.

A la muerte de su esposa, Domingo de Isasi Isasmendi vuelve a casarse en 1744 con una criolla en Tarija, doña Josefa de Echalar y Morales, con quien tiene ocho hijos. El mayor de ellos Nicolás Severo de Isasmendi es quien heredara las fincas y la encomienda.

Junto a la hacienda de Molinos se va formando el pueblo a la manera feudal de Molinos. Ubicada en el centro de los valles calchaquíes y siendo paso obligado de quienes iban de Salta a Chile, su prosperidad económica aumentaba a la par que la población.


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En 1787 el obispo abad Illana pide al General Domingo de Isasi Isasmendi la capilla particular de su hacienda para que sea parroquia de la zona. Poco antes de morir hace Don Domingo "la cesión de la capilla llamada de San Pedro Nolasco con todos sus ornamentos, vasos sagrados, campanas, alhajas... así como todo el terreno contiguo a espaldas de la capilla, destinado a casa y oficinas del cura párroco, con extensión de 400 varas de Sur a Norte por 100 varas de Este a Oeste", con la expresa condición de que dicho terreno no se debía arrendar, vender ni enajenar en manera alguna, ni destinarlo a otros fines ni hacer construcción ni instalar comercios". Pero ya en tiempos de la independencia (1823) aprovechando el intercambio comercial que aún existía con Chile, el entonces cura párroco de Molinos, Antonio Roja, sobrino de Nicolás Severo de Isasmendi, alquila y vende parte de ellos para que se instalen pulperías que servirían a los viajeros para aprovisionarse y descansar.


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En diciembre de 1767, a los tres meses de la muerte de Don Domingo, el Maestre de Campo Fernández Cornejo da posesión de la encomienda a su hijo Nicolás Severo "ante el curaca Vicente Pistán, su hijo Valeriano Pistán y el Indio Felipe Guantals".

La vida de don Nicolás Severo de Isasmendi es larga e intensa y recuerda la de los caballeros medievales alternando entre las guerras y la administración de su feudo. Por entonces la finca llega a su mayor prosperidad. Gracias al inventario de sus bienes, hecho en 1802 con la idea de pedir en España un título de conde, podemos apreciar la abundancia dentro de la sencillez de la vida patriarcal de esos tiempos: una viña de seis mil cepas y tres mil setecientas parras proveía a la familia de su propio vino realizado en sus propias bodegas equipadas de lagares, alambiques, toneles, barriles y todo lo necesario. En los molinos se lavaba y convertía en harina el trigo de sus propios trigales; completaba el conjunto de jabón y de velas, una herrería con todas sus herramientas, una carpintería donde nada faltaba, hornos para hacer los cacharros, pailas de cobre para fabricar dulces de sus propios, árboles frutales: manzanos, membrillos, duraznos, ciruelos... y hasta un par de grillos con sus cadenas en el cuarto reservado a prisión. Al respecto, dice Bernardo Frías, refiriéndose a Nicolás Severo, "Era aquel gobernador de Salta dueño de cuantiosa fortuna y de dilatados dominios donde mandaba sobre hombres y cosas, con autoridad absoluta; porque el sistema que habían radicado allí los conquistadores españoles guardaba aún su primitivo semblante, mostrando un verdadero feudalismo: la tierra gravada con enfiteusis y censos perpetuos, el pueblo sujeto al servicio personal en provecho sólo de su dueño, disponiendo de los hombres cual de propiedad particular. Aquellos súbditos, merced al riguroso sistema tradicional en esas regiones, miraban al señor como los españoles al Rey. Ante él no había réplica; sus mandatos eran recibidos de una vez, el dueño de la justicia, de la propiedad civil y el jefe militar".

En cuanto a los muebles y adornos, no faltaban en la finca los grandes estrados cubiertos con alfombras y chuses tejidas en la región, donde las señoras de la casa recibían sentadas en almohadones, a la usanza mora, pero sólo cuando hacía mal tiempo pues, en general, la vida familiar se desarrollaba en las galerías techadas que daban al gran patio central; desde las tareas domésticas, la conversación a la que el mate daba su tono pausado, las veladas con música de guitarras y hasta el rezo del rosario. Habían mesas y taburetes, escritorios con gavetas, grandes cofres para guardar la ropa, cuadros, vajillas de plata y objetos de cristal. Lo más interesante es el listado de libros, que nos muestran las inquietudes culturales de estas personas que vivían alejadas del mundo, casi como en un convento. Junto a mucho otros, encontramos a fray Luis de Granada, el diccionario de Nebrija, los ejércitos de San Ignacio y uno seguramente dedicado a las mujeres "La virtud en el estrado". La casa adquiere entonces su configuración actual aunque mucho más extensa, pues dos de sus patios e instalaciones no existen desde fines del Siglo XIX. Por esos años la visita el arqueólogo Juan Ambrosetti que hace estas interesantes observaciones: "Cuando se mira con un poco de detención la cantidad de madera empleada y la prolijidad del trabajo en general y en particular, de tantas molduras relativamente complicadas o mejor dicho, de ejecución difícil, dadas las herramientas de la época, y se considera además, que toda ella ha tenido que ser extraída de los grandes bosques de algarrobo de los valles y trabajadas desde el hachear del árbol, descascararlo, transportar los rollizos a fuerza de bueyes y luego aserrarlos a brazo de indio, cepillarlos y darles por fin la forma definitiva hasta concluirlos y colocarlos en su lugar, en aquellas épocas en que todo era difícil, el que no es superficial para observar, mide el enorme trabajo que todo esto representa".

Poco tiempo, en verdad, podía descansar Nicolás Severo en su finca. En 1775 parte a la provincia de Atacama a sosegar a los indios rebelados contra su corregidor a quienes logra convencer por las buenas de que vuelvan al trabajo en las minas de oro de Incahuasi y devuelva a las familias de criollos y "cholos" que habían llevado en rehenes a sus refugios en el desierto.

En 1781 con los indios del Chaco, los que otra vez intentan asaltar las ciudades de Jujuy y Salta; en 1784 se le confiere el título de capitán de Milicias y en 1790, se le recompensa con la posesión de minas de plata y de cobre en el Acay. En 1794 compra a sus hermanos todas las estancias que poseían en los valles "con todos sus ganados y viñas", quedando como dueño de una región que iba desde el valle de Santa María en Catamarca, hasta lindar por Luracatao con la hacienda del Marqués de Tojo en Jujuy. Mientras tanto su hermano, Vicente se recibía de abogado en la Real Audiencia de la Plata y era ordenado sacerdote en 1782 llegando en 1791 a ser párroco de Molinos. En 1803, don Nicolás , todavía soltero, se embarca para España, la patria de su padre, y vive cinco años en Álava. Pero aunque él no lo quisiera reconocer, era americano, pertenecía a estas tierras y nuevamente lo tenemos en Salta en 1807, con el título de Gobernador de la Intendencia de Salta del Tucumán, otorgado por el virrey Santiago de Liniers.

La Revolución de Mayo lo sorprende desfavorablemente como a tantos hijos de españoles que no veían la razón de someterse a decisiones tomadas por un grupo de porteños. Al llegar Chiclana a Salta lo manda poner preso "con una barra de grillos" pero él huye a su hacienda calchaquí y se esconde en una cueva de Luracatao. Esta agitada vida no impide que se case en la Iglesia de Molinos a los 58 años. ¡con una sobrina nieta!. En efecto, después de conseguir del obispo Videla la dispensa por el impedimento de parentesco, pues era hermano de la madre de su futura suegra, el 24 de noviembre de 1811 deja su soltería recalcitrante para unirse en matrimonio con Jacoba Gorostiaga, hija de José Ignacioo Gorostiaga y de Clara Rioja e Isasmendi. Sus cuatro hijos Nicolás, Ricardo, Ascención y Jacoba (casada la primera con José Benjamín Dávalos y la segunda con Bernardo Gorostiaga) darían origen a tradicionales familias salteñas que todavía conservan tierras y fincas en la zona. Una de ellas es la finca de Colomé, con sus ricos viñedos que pertenece a la familia Dávalos. Allí se exhibe con orgullo la antigua prensa del Siglo XIX que aún puede usarse para hacer vino.

Durante los primeros años de las guerras de independencia, Isasmendi apoya a los realistas con víveres, atención de heridos etcétera. Entre ellos está el general español Carratala, casado con Anita Gorostiaga, hermana de su mujer. Por esta ayuda le son confiscados sus bienes y pasa un período en prisión, pero se le permite volver a su casa de Molinos donde muere en 1837, a los 85 años.

Pertenecían también al Coronel Nicolás Severo de Isasmendi las haciendas de La Angostura donde en 1802 vivían setenta familias de colonos o arrendatarios que cultivaban trigo y maíz. En la actualidad, esta finca, también pertenecientes a Isasmendi, se especializa en la producción de alfalfa y pimientos que, en las épocas de secado, dan al paisaje una nota pintoresca y colorida. Allí tenía también viñedos y una bodega con su lagar, tinajes, etcétera. Tacuil y Colomé -con sus potreros, acequias y tierras de sembradío donde vivían ochenta y tres familias de colonos- Hualfin donde pastaban 980 cabezas de ganado vacuno, mular y caballar Jasimaná- la más extensa, cruzada por ríos, manantiales, lagunas y ojos de agua, en cuya Puna brava se criaban vicuñas, guanacos, ciervos, corzuelas y avestruces, además de 1828 vacas guardadas en corrales de piedra, 2.300 ovejas y 50 yeguas y caballos, y finalmente Luracatao que, como dijimos, lindaba por el Norte con las posesiones del Marqués de Tojo, único título de nobleza que se dio en el virreintato del Rio de la Plata.

Todas estas posesiones, más las tres casas que poseía en Salta con su cochera donde se guardaba "una carroza de dos tiros forrada en seda carmesí, con cristales en frente y costado" y la gran casa de campo con su huerta, situada "a orillas de la ciudad", nos hablan a las claras, no sólo de la holgada posición económica de su dueño, sino también del grado de desarrollo y progreso a que había llegado la región desde el Siglo XVII hasta las guerras de la Independencia.


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A mediados del siglo pasado, la casa de Isasmendi fue adquirida por don Indalecio Gómez Ríos, antiguo vecino del pueblo, ya que su padre Martín Gómez y Agudo, natural de Salta y rico feudatario de los Valles, se había radicado allí luego de casarse con la chilena María Andrés Ríos y Zuleta. Aún se conserva su casa; (hasta hace pocos años destacamento de Policía) que pertenecía a la iglesia antes de que el padre Rioja se la vendiera. Allí nació Don Indalecio . Pero quiso la suerte que las paredes de su antiguo edificio escondieran un "tapado" de monedas de oro. Este capital le sirvió para dedicarse a la minería y hacer una pequeña fortuna con la que logró comprar la finca Isasmendi. Casado con Felicidad González del Toro y Zuleta, también chilena, su hijo Indalecio nacerá, se criará e iniciará sus primeros estudios en los valles. Su maestra será Elisa Diez Gómez, descendiente de los primeros encomenderos del lugar. Desde joven se destacará por su actuación en política, economía y educación, primero en Salta y luego en Buenos Aires, lejos de sus valles y su finca. Nunca podría olvidar que en uno de sus corredores había caído su padre asesinado por sus opositores políticos.

Este episodio decisivo de su infancia llevaría a Indalecio Gómez a detestar la violencia y bregar por la igualdad y la justicia, lo que prueba su lucha para sacar adelante la Ley Saénz Peña del voto universal y obligatorio.


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Pero antes de que este día llegara, otros hechos de violencia vinieron a turbar la paz de los valles, cuando en 1876 Felipe Varela y sus hombres desbandaron a las fuerzas de Frías en Amaicha quedando dueños del departamento de Molinos donde pasaron el invierno aprovechado los alfalfares de los valles para alimentar a sus caballos. En la primavera atacaron Salta por unas horas, huyendo luego a Bolivia. Al año siguiente quiso Varela repetir la hazaña pero en Molinos se había instalado el entonces capitán Julio Argentino Roca con unos quinientos hombres dispuestos a impedírselo. El temido Varela fue derrotado y huyó a Chile.

Tanto estas guerra civiles como las anteriores entre unitarios y federales que siguieron a las de la independencia, interrumpieron el progreso derivado del comercio con Chile y el Alto Perú (actual Bolivia). Generaciones íntegras de criollos murieron en estas gestas mientras los saqueos y robos depredaban las zonas de frontera. El golpe de gracia lo daría, a fines del XIX, la llegada del ferrocarril catastrófica para las industrias artesanales del interior y para la despoblación de los valles. Así fue como entre guerras civiles y desórdenes locales, desventajosa competencia de artesanías autóctonas con industrias del exterior, cierre del comercio con Chile y lo que es ahora Bolivia, deforestación, emigración hacia las ciudades, etc., las provincias del Noroeste empezaron a languidecer ante un puerto en constante expansión.

En Molinos, como en otros pueblos de los valles calchaquíes ha quedado casi intacto un pedazo de nuestro pasado hispánico y prehispánico. Los vallistos han sabido conservar celosamente tanto las técnicas artesanales de sus tejidos, que se pueden admirar y comprar en la casona llamada Entre Rios, como sus fiestas tradicionales. La celebración de la Candelaria el 2 de febrero, en la que "los alfareces de la Virgen" cabalgan por el pueblo en procesión y baten sus banderas en honor a María, recuerda las eseñanzas de los misioneros del Siglo XVII. Sus casas empezando por la de Isasmendi, hoy Hostal de Gobernador (atención y comida excelente) nos recuerdan aquellas casonas coloniales donde la sencillez patriarcal se combina con la cultura y el buen gusto, según lo revelan libros, cuadros, tapices y objetos de la época. El paisaje, inmerso en el silencio, constante fluctuación entre la aridez de la piedra con el verdor de los churquis, aguaribays, álamos y sauces, entre los bordes cortantes de las montañas y la ingenua silueta de la iglesia con sus campanarios recortados en un cielo siempre azul, nos llena de paz. Molinos es un lugar que todo argentino debiera conocer.

Extraído del libro "Molino e Indalecio Gómez. Del valle Calchaquí a la Saénz Peña" - Editado por el Centro de Estudios Históricos Dr. Indalecio Gómez

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